07 mayo 2005

Espera, voy a coger la muleta

Uno de los escritores más ocurrentes que conozco, Lichtenberg, tan ocurrente que no pasó de escribir aforismos, decía en el siglo XVIII que tres ocurrencias y una mentira convertían a cualquiera en un escritor.
Seguramente la frase se le ocurrió en una de aquellas veladas galantes en los salones de alguna baronesa ociosa, donde el ingenio se destilaba entre taza y taza de chocolate.
No de una mentira, sino de una ocurrencia parte este texto.
Comienzo –es pie poco menos que obligado- con una alusión académica. Ahora que tanto se habla de la reválida, recuerdo el texto que me tocó comentar en la mía sin base ni maña ni afición. Era de un Juan Ramón algo lacrimógeno, hablaba de una niña coja y llevaba un estribillo que algunos recordarán: “Espera, voy a coger la muleta”.
No voy (que nadie se remueva en el asiento) de abuelo Cebolleta. Ni tengo edad para eso ni aquellos eran tiempos mejores. El tono me lo da Quevedo: “No lloro lo pasado/ ni lo que ha de venir me da cuidado”.
Parto de ese estribillo (“Espera, voy a coger la muleta”) para apoyarme en el repaso de la polisemia y el juego de palabras. No estoy pensando ya en la muleta de la cojita aquella, sino en la otra, en la que se utiliza para llevar y traer las embestidas del toro.
Lo conté hace unos años, en un relato que se titulaba Los alegres maletillas, en un volumen sobre el miedo. Hablaba allí del miedo que me quitó del toro. Y de mi apodo (“El niño del sanatorio”), un apodo de mal fario, presagio de mucho hule, como se dice en la jerga.
Era ese un relato autobiográfico que recordaba la desazón de una vocación frustrada.
Viene a cuento aquí el recuerdo de don Luis Mazantini, matador de comienzos del XX, raro no sólo por su nombre, más propio de un autor de operetas que de un torero, sino porque fue torero con bigote y acabó de gobernador civil en Guadalajara en los días anodinos de la restauración. En cierta ocasión le saludó Alfonso XIII con esa simpatía un poco populachera, un poco canallita de los Borbones:
- Pero, coño, Mazzantini, ¿qué haces tú aquí?
- Ya lo ve, majestad, degenerando.
¿Vocación frustrada? ¿Estaré yo también degenerando, como Mazantini? Eso creía yo. Pero nada de eso. Ahora me doy cuenta de mi plena realización en el arte de Cúchares y del señor Paquiro, tan familiar por chiclanero, aquel que decía que el torero tenía que tener las tres bes: “boluntad”, “balor” y “buevos”.
Encadenemos metáforas, vengamos a la alegoría, a las semejanzas.
Sin entrar en detalles, sin dar (misericordiosamente) nombres, comienzo por la variedad de los espectáculos: desde el cómico-taurino-musical a la novillada. Ya no hay nocturnas en este centro, pero sí –desde que es el Instituto-Escuela que soñaron Giner de los Ríos y aquellos pedagogos gimnásticos e higiénicos de la Institución Libre de Enseñanza- pero sí (decía) becerradas económicas, ruidosas y caóticas, como un herradero de añojos.
La misma variedad en los lidiadores: el torero de arte y el de valor; el que torea como los que no matan y el que mata como los que no torean; el que tiene oficio y el que está verde como un membrillo de finales de agosto; el tremendista del salto de la rana (recortado de estampa y cetrino de rostro) y el que viene de Méjico hecho al toro chico o el que presume de haber leído el Cossío de la cruz a la fecha sin que su práctica lo acuse ni sus logros lo hagan patente.
No falta en el espectáculo el acompañamiento de timbales, si bien con ritmos que más recuerdan a los ritos bantúes que al compás cañí del pasodoble juncal.
Por no faltar, no falta ni un público gritón, ni el vendedor que vocea (¡qué potencia, Señor, tan mal utilizada!) la gaseosa y las garrapiñadas.
Han subido los decibelios en este centro, pero como ha bajado el nivel, el material semoviente con el que se hace faena (¿al que se le hacen faenas?) es más chico, aunque se mueve más y provoca más fatiga. Y de vez en cuando el marrajo que no tiene un pase, o el marmolillo que se pega al piso y no se mueve, o el zambombo pregonao que se cuela por los dos pitones.
Con ese material, cada vez más frecuente, muestra definitiva de la decadencia de la cabaña brava en la tauromaquia posmoderna, no suelen valer los pases de castigo, ni las banderillas negras. Se hacen faenas de aliño (“tú haz como el que hace”, dicen los apoderados) y a otra cosa. Con los otros, primero el tanteo, luego mucha mano izquierda (“la de los millones”) a la distancia adecuada (“dale sitio”, dice el peonaje) y sobre todo no levantar las manos ( “ni ante el toro ni ante los hombres”).
¿Más paralelismos? Los cortes de coleta, las sustituciones (“unos las firman y otros las torean”), los toros al corral.
Desde que he comprendido la relación con los toros, estoy más delgado y ya no fumo. Subo a la Montaña a paso de banderillero y en la playa de la Barrosa ando como Óscar Higares y Manolito Sánchez, dos juncos. Que eso de que más cornás da el hambre no pasa de ser una frase ingeniosa.
¿Que quiénes son los toros en esta alegoría?
Peor es no saber quiénes son las mulillas. No lo diré yo aquí.
Espera, voy a coger la muleta.