01 febrero 2014

En la muerte de Félix Grande


Porque la muerte no interrumpe nada

Como en los sones graves de una siniestra petenera negra, la muerte de Félix Grande flotaba ya como un presagio irreversible mucho antes de que sonara el teléfono para darme la noticia.

Hace dos días hablaba con Guadalupe, hija única de Félix y Paca, que me contaba que su padre había caído en un sopor compasivo y que no tenía dolores.

Acuciado por la prisa –salgo en un momento al último encuentro con su cuerpo presente- y casi bloqueado por un aluvión de recuerdos, evoco ahora mi última conversación con él, hace un par de semanas, cuando me llamó para anunciarme que el lunes iba a llevar a correos un envío que me tenía preparado. Yo sabía que ese paquete, que quedará como una metáfora íntima, no iba a llegar nunca porque Félix llevaba ya días muy seriamente terminales, aunque él no lo supiera.

Quería haber venido a presentar mi último libro en octubre, pero su deterioro vertiginoso nos hizo desistir. A los pocos días me llamó para decirme que empezaba al día siguiente con las sesiones de quimioterapia, que afrontaba con esa serena valentía que tuvo siempre.

Su última lectura, heroica y exhausta, con una voz tan delgada como su cuerpo, en la Fundación Juan March estuvo llena de presagios funestos, pero también quedará como un testamento ejemplar de entereza.

Cerró aquella lectura con el recuerdo machadiano de uno de los versos más imborrables y esperanzados de la lengua española: Hoy es siempre todavía, una clave que puse al pie de una fotografía casi como un conjuro para detener el tiempo de la muerte.

Y porque hoy es siempre todavía en las fotografías, en sus libros y en la memoria, sigue imborrable en mi recuerdo la lectura privada en su casa de la calle Alenza de parte del Libro de familia a los postres de una cena con Paca y Rosalía.

Fueron muchos días y muchas largas noches de poesía y amistad, de lugares y libros, de largas conversaciones indignadas en la que convivieron la rabia y la compasión, en esa mirada hacia los demás que le llevaba en estos días enfermos a preocuparse más por Rosalía que por él mismo.

Hasta el último momento estuvo en las mejores manos: en las de Julio Ancochea, ese benefactor de la humanidad al que Antonio Hernández le dedicaba su último libro, y en las de Paca y Lupe, que cuidaron su sueño tranquilo de estos últimos días.

En esta hora de dolor, sobre el inabarcable horizonte que se abre desde el cementerio de Tomelloso, quiero dejar aquí constancia de la lección imborrable de su obra y su ejemplo, de su dignidad alta y entera. Y recuerdo a “aquel larguirucho que os quiere mucho” de una de sus dedicatorias.

Y recuerdo el verso de Luis Rosales, el maestro de mi maestro, al que le rendimos homenaje hace pocos años en el Centro de Estudios Históricos:

Porque la muerte no interrumpe nada.

                                                                (Artículo publicado en el diario HOY, 31-1-2014)