21 octubre 2014

Vinyoli en Cuenca


Soy un alto horno lleno de mineral 
que se vuelve líquido fuego, ardor vivo. 
La sangre de hielo, hace poco muda y cautiva, 
corre bullendo cantando su caudal. 

El astro ya muerto y el árbol y el animal 
que soy en uno la mano del fuego separa. 
La escoria encima, el resto se ha hecho clara, 
rica materia para lo más alto 

que yo no sé pero que me convierte otra vez 
en comienzo, lóbrego sollozo primero, 
paso inexperto en el corazón de las tinieblas. 

Tambaleándose aún con ojos de noche, 
por el negro bosque mi voz celebra, 
fulgura mi silencio lleno de grito.

De ese soneto (La mano del fuego) toma su título la espléndida antología bilingüe preparada por Jordi Llavina y traducida por Carlos Vitale con la que Candaya hace una aportación admirable al centenario de Joan Vinyoli, un poeta que como su maestro Carles Riba ha influido no sólo en la poesía catalana del siglo XX, sino en muchos de los poetas que escribimos en castellano y que leímos Algú m`ha cridat/ Alguien me ha llamado en la espléndida traducción de José Agustín Goytisolo en Edicions del Mall, que –no sé por qué- no suele aparecer en la bibliografía del poeta.

Vinieron luego Paseo de aniversario y otros poemas en la versión de Vicente Valero en Los solitarios y sus amigos, la colección de Calambur, y la antología Y que el silencio queme por los muertos, que publicó Pre-Textos con traducción de Carlos Marzal y Enric Soria.

Con La mano del fuego, editada con la impecable elegancia habitual en Candaya, se ofrece al lector una nueva oportunidad de releer o de descubrir a un poeta imprescindible, como esta tarde en Cuenca. Un Vinyoli esencial en todos los sentidos.