08 agosto 2016

El viaje perpetuo


Lo que denominamos literatura es la metaforización ilimitada del viaje —limitado— de la vida. No importa que esta proyección metafórica se realice desde un escenario inmóvil ni, tampoco, que su artífice renuncie a todo desplazamiento físico: en todos los casos el escritor viaja bajo el impulso del imprescindible motor de la imaginación. Sin ese motor no existe posibilidad alguna de creación artística. Todos podríamos estar de acuerdo a este respecto. Recordemos, no obstante, que cualquier tentativa de iluminar el significado de la imaginación se ha realizado siempre, obligadamente, en términos viajeros y, más en concreto, recurriendo al contraste entre la realidad empírica, cotidiana, del hombre y «otra realidad» cruzada por infinitud de trayectos que conducen a todas partes y, simultáneamente, a ninguna. Imaginar es recorrer, a la deriva, algunos de esos trayectos. Escribir es tratar de superar la deriva tras la ilusión de un rumbo.
No puede extrañar, por tanto, que nuestra herencia y nuestra conciencia literarias se enrosquen alrededor de un perpetuo viaje. Homero emprendió el viaje con Ulises, Apolonio con Jasón, Virgilio con Eneas. Dante, más explícito, viajó él mismo por el infierno, el purgatorio y el cielo mientras caía en el profundo sueño del Viernes Santo de 1300. Paralelamente muchos otros escritores alimentaban otros rumbos y después, con el transcurrir de los siglos, los renovados esfuerzos de renovados navegantes se topaban, por enésima vez, con las estelas que Homero, Apolonio, Virgilio o Dante habían dejado tras de sí. Nosotros aún oímos el canto de las sirenas, buscamos el vellocino de oro o nos estremecemos con el lamento de los condenados. La literatura es un único viaje al que retornamos constantemente, no para alcanzar un determinado país sino para atesorar miles de mapas de un país inexistente.

 Rafael Argullol.
Maldita perfección.
Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza.
Acantilado. Barcelona, 2013