El viaje perpetuo
Lo que denominamos
literatura es la metaforización ilimitada del viaje —limitado— de la vida. No
importa que esta proyección metafórica se realice desde un escenario inmóvil
ni, tampoco, que su artífice renuncie a todo desplazamiento físico: en todos
los casos el escritor viaja bajo el impulso del imprescindible motor de la
imaginación. Sin ese motor no existe posibilidad alguna de creación artística.
Todos podríamos estar de acuerdo a este respecto. Recordemos, no obstante, que
cualquier tentativa de iluminar el significado de la imaginación se ha
realizado siempre, obligadamente, en términos viajeros y, más en concreto,
recurriendo al contraste entre la realidad empírica, cotidiana, del hombre y
«otra realidad» cruzada por infinitud de trayectos que conducen a todas partes
y, simultáneamente, a ninguna. Imaginar es recorrer, a la deriva, algunos de
esos trayectos. Escribir es tratar de superar la deriva tras la ilusión de un
rumbo.
No puede extrañar,
por tanto, que nuestra herencia y nuestra conciencia literarias se enrosquen
alrededor de un perpetuo viaje. Homero emprendió el viaje con Ulises, Apolonio
con Jasón, Virgilio con Eneas. Dante, más explícito, viajó él mismo por el
infierno, el purgatorio y el cielo mientras caía en el profundo sueño del Viernes
Santo de 1300. Paralelamente muchos otros escritores alimentaban otros rumbos y
después, con el transcurrir de los siglos, los renovados esfuerzos de renovados
navegantes se topaban, por enésima vez, con las estelas que Homero, Apolonio,
Virgilio o Dante habían dejado tras de sí. Nosotros aún oímos el canto de las
sirenas, buscamos el vellocino de oro o nos estremecemos con el lamento de los
condenados. La literatura es un único viaje al que retornamos constantemente,
no para alcanzar un determinado país sino para atesorar miles de mapas de un
país inexistente.
Rafael Argullol.
Maldita perfección.
Escritos sobre el
sacrificio y la celebración de la belleza.
Acantilado. Barcelona, 2013
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