26 septiembre 2016

La Rocina y las últimas aguas libres de Doñana




Cuando vais hacia el Sur, desde las lomas de Las Cinco Algaidas, el camino de la derecha sortea arroyos que en otros tiempos cubrió el lentisco en impenetrable monte, desbrozado por boyeros de andar errante y fugitivo. Junto a los antiguos abrevaderos de ganado, no más de cinco leguas de distancia, desembocan, tributarios de La Rocina, un sinfín de zubias que alimentan, desde el puente de las Ortigas, a la maleza reinante del Acebrón, las balsas líquidas que nutren los ejarbes del invierno. Venajes de aguadas limpian la espesura de los sotos, salpicadas por carrascas salvajes del matorral, que abre torrentes otoñales, haciendo en el estío remansos frescos que invitan alemas de sueños perdidos entre cañaverales, rociados por las luces de los mitos. 

Así comienza De un crepúsculo a otro, primero de los seis textos con los que Antonio Ramírez Almanza evoca el arroyo de La Rocina y las últimas aguas libres de Doñana.

Un paisaje marismeño cuyas aguas dormidas centran la mirada del poeta: 
La brisa de la tarde y el aleteo tenue de las ramas de los árboles confirman que el mar existe. Hasta ahora, una condición de espejo oculto por las ramas nos hacía dudar de su destino. El tiempo es irreal, casi percibido, y acontece que los ríos también ocultan las sustancias líticas, la arena, el sílice, la turba, el fósil inmóvil, el salagón arrastrado por las lluvias interminables de las edades, algún aerolito pulido de rocío que los bancales enterrados cuidan recordándole un ritual perdido por las umbrías de las cañadas. 

Evocación de las aguas ilimitadas que manaron en la sombra telúrica del subsuelo antes del sueño de la primera gota del primer torrente: 
¿Dónde estaban los constructores de Ríos, los ingenieros de Lagunas los edificadores de Esteros, los fabricantes de Torrentes, los alarifes de Regajos, el zahorí de los Manantiales? 
¿Dónde los arquitectos de las Formas, el dueño de los Perfiles, el poseedor de la Luz, el amante de las Aves, el dominador de la Materia? 
¿Dónde estaban los dioses de las Aguas cuando el hálito de la Vida pronunció su primer quejido? ¿Acaso, sin memoria, dudaban de que las aguas, ilimitadas, infinitas, incausadas, recorren, inquietas en sus últimas hebras, la piel de La Rocina? ¿Esperaron al Tiempo? 

Y desde sus fuentes primeras, de las que emanaron las cosas, los dioses, el viaje hacia el mar, porque volver al mar es siempre un retorno de inconmensurables deseos y ansias de inmensidad insatisfecha. Volver al mar es, para la comprensión de lo infinito~azul, la puerta de lo desconocido, que se descubre por los vientos dominantes o las brisas tenues, que alejan el horizonte más allá de lo más lejano; el reencuentro de lo que vibra por la fragancia de los sentidos y la levedad de los movimientos; la longitud de las olas convertidas en arritmias humanas: vibraciones celestes sin calendario lunar de rosas de vientos. 

Con la limpia transparencia de una prosa que surge de los manantiales de la memoria, una bellísima plaquette ilustrada por Pedro Rodríguez.