04 abril 2017

Reseña de Principio de incertidumbre

En el número 30 de la revista Calicanto, Manuel Gallego Arroyo firma esta reseña de Principio de incertidumbre:

Principio de incertidumbre, o el poemario de pretensiones holistas y macrocósmicas, de intenciones absolutas emanadas de la fuente inaccesible, paradisíaca, edénica, sea el poeta, la voz o la palabra... o la cueva, tal vez la cueva. Fluencia pues desde un principio indeterminable, como el que Heisenberg y Born desvistieron en las tesis más probabilísticas e intuitivas de la física cuántica; sin duda, otra extraña manifestación del humano hacer poético, en cuya analogía reposa el titulo de este libro de versos: Principio de incertidumbre. Porque Santos Domínguez, su autor, su poeta o fuente, también pretende casar el mundo de las pequeñas partículas (las de su sensibilidad particular acaso) y el afuera ingente, universal, galáctico (del mundo). Y lo que -continuando la analogía- es a la formulación matemática de la física, se corresponde con la expresión lírica de la sensibilidad última en la imagen y la metáfora. El principio de incertidumbre, o mejor, de indeterminación -quiere decirnos el poeta- preside nuestras inexplicables y por lo tanto azarosas vidas. Siempre hay un oscuro subterfugio por donde se escapa la comprensión de nuestra existencia y de cuanto existe o nos cautiva. Nada más queda el bello residuo de su sensación, naufragando en la mar, titilando en el cielo, o en el tiempo evocativo (imágenes asiduas y lugares comunes de estos versos), sensaciones impresas pues, salvadas en la poesía, como queda una gran parte del comportamiento del electrón en la formulación matemática.
Hasta aquí los paralelismos, las coincidencias buscadas, porque nos hallamos también en las antípodas de esa formulación precisada, matematizada de la nueva física, lejos también, muy lejos por lo tanto de la intuición adecuada y consistente. Un halo romántico de pasados gloriosos, donde las ruinas campan el mal amargo de su desmoronamiento, y las viejas divinidades hacen contumaz demostración de sus inútiles esfuerzos sobre los epiciclos de la vida; pasados míticos y elixires épicos que constituyen estos versos, que revierten a un arcaísmo secular, cultural, o manifiesto paraíso perdido. ¿Cómo no iban a tener estos poemas cierta propensión al alejandrino? Arcaísmo, épica, dioses y ruinas. Versos muchas veces bañados en el exceso narrativo, como corresponde a la herencia de la gesta y del héroe, de lo divino y la ruina. Romántico, más que cuántico, el poeta, quien mira atrás, al mundo clásico, a la creación cercenada y revitalizada nada más por la reviviscencia de una contemplación fugaz, y por su evocación. Otras veces la vena romántica toca al presente por la experiencia diletante de la naturaleza, el paisaje, las marinas, celajes, ruinas. Reiterativas experiencias que manifiestan esta otra vía, la sentimental y patética de acceso al absoluto, al espíritu universal que todo lo inunda y baña.
Aquí la cueva, símil, metáfora constante, analogía del lugar previo al alba, a la cultura, a la sensación y el saber redimido del que hablábamos. El poeta busca firmes anclajes en su actitud de espectador de un sublime majestuoso para eludir, o representar como definitiva la incertidumbre, al fin y al cabo una incertidumbre muy distinta de la que hablara Heisenberg.
Y así, acompañando la lectura de este poemario, vamos descorriendo la evanescente oscuridad, y nos vemos obligados a sortear la sobreabundancia de imágenes, metáforas, a fin de cuentas fugas, subterfugios con que dar menesterosidad al hombre, al poeta esperanza, al lector deleite, en un perpetuo acecho de superrealismo, en brutal recuerdo de la ambigüedad poética aleixandriana. En efecto, la Generación del 27 supura herencia en la dinámica constitutiva de estos versos. Muchas de estas imágenes, han sido, por reiteración y presencia, convertidas en símbolo, en transcendental, en términos que se suceden insistentes: la lluvia, el viento, los atardeceres, la noche ... Y el vaho romántico se deja penetrar por esta exuberancia formal, sumadora, espesa, epicíclica: “... ondas concéntricas/del líquido afinado de su canto,/asciende a lo abisal, a la música oscura/del cazador de estrellas que tensa un arco en sombras/y vibra como un arpa sideral de cristales/ en la insomne ciudad iluminada.” [En “Ritual de bengalas”].
En el fondo, muy al fondo, en la primigenia cueva tal vez, fuente acaso de donde mana la indeterminación, late la gran preocupación del poeta que, como una confesión postraumática, sale a la luz del verso. Se trata del tiempo, del persistente, anonadante tiempo, el tiempo medido, el tiempo sentido, el tiempo soñado, el ilógico y matemático a un tiempo, tiempo. El tiempo mítico y, curiosamente, ucrónico. Ucronía en cuyo regazo tiene origen la palabra, el Verso, la poesía; y este Principio de incertidumbre con que se psicoanaliza el autor. “Tiempo” es palabra constante, imagen abundosa prolífica en significados, apretada en todos los poemas, aunque, a fin de cuentas, sea más lo latente, lo inexplicable, el origen del origen, quién sabe si el padre de la madre cueva o la razón última de escribir un poemario.
La poesía, misterio del tiempo, nacida en la oscuridad de la cueva, reverdece, renace, se manifiesta de nuevo a través de un cosmos cambiante que nada más nos deja la posibilidad de ser precisos gozadores, evocadores, espectadores y diletantes. Principio de indeterminación, sin duda, que ha permitido que el autor nos hable y nos lleve de nuevo, y a través de sí, a salvo del tiempo y en el tiempo, al origen de la caverna.