13 mayo 2017

Lutgardo García. La llave misteriosa



Y qué negros carbones lleva dentro este cante, 
y cuántos velatorios de niños asfixiados 
por la mordaza gris que aprieta en los mercurios, 
cuántos trozos de pan con sopas de miseria, 
y papeles de cartas perdidas, sin retorno, 
sumergidas palabras en el pecho del mar, 
cuántas noches en vela, cuántas toses de enfermos, 
platos que no alimentan y mantas que no cubren ...
Cada ay en descenso de esta triste canción 
es igual a una azada que se clava en el tiempo.
Pues no hay más que verdad en la tragedia eterna 
de este hombre que solo, con su voz rota dentro 
del vientre de ballena que es la noche del mundo, 
clama, como Jonás, clemencia al Dios sin nombre.

Con su ritmo solemne, con su temple de fragua y con el hondo compás de la buena poesía, ese poema que Lutgardo García dedica al Marrurro, siguiriyero jerezano del XIX, podría tomarse como cifra de La llave misteriosa, un espléndido conjunto de poemas sobre el mundo del flamenco que publica Renacimiento en su emblemática colección Calle del aire.
En estas páginas de intensa cadencia y fulgurantes imágenes, Manuel Torre, que tenía tronco de faraón, como decía Lorca, y murió en la miseria, da la clave del cante:
Buscad tras los olivos, procede de una fragua, 
lleva un fuego sagrado prendiéndole los labios.
Y abrasados por ese fuego sagrado, Silverio Franconetti en un cuarto de cabales; Joaquín el de la Paula templando su irrepetible siguiriya indigente en una cueva del castillo del Águila en Alcalá; Antonio Mairena: “su cante fue, y sigue siendo, una misteriosa llave que abriera los oxidados portones de cantes que permanecían en un hermetismo de siglos”; don Antonio Chacón, “sereno pontífice del cante”; la voz amarilla de Juanito Mojama; el cojo Pavón, profundo y retraído y agazapado en sí mismo; la bulería paya de Vallejo, “una torre almohade o un patio luminoso”; Juan Talega y su garganta de mineral oscuro; la evocación de la sombra de Lorca un 19 de agosto y de Caracol en otro agosto: el de la explosión de Cádiz, el de Islero en Linares; Enrique el Mellizo, que aprendía melismas en los cantos litúrgicos de la catedral de Cádiz; el cante de carbón ardiente de Agujetas o el compás caletero de Chano Lobato.
Desde Triana, una de las capitales del cante, Lutgardo García ha escrito este libro porque sabe que “la verdad sólo existe en la pureza”, que la memoria de la tribu la sostiene una dignidad analfabeta que sube desde el fondo de la cueva en las volutas barrocas de la zambra, en el mal bajío de la petenera siniestra, en el yunque pausado del martinete, en la queja oscura de la siguiriya o en la hondura de pozo insondable de la soleá.
Y era todo muy triste y muy sublime